Debemos abrirles a los jóvenes
[mexicanos] ambiciosos las
puertas de nuestras universidades
y hacer el esfuerzo de educarlos
en el modo de vida americano,
según nuestros valores y en el
respeto del liderazgo de los
Estados Unidos.
—Robert Lansing
Secretario de Estado
Washington, 1925
Recuerdo que en los años 60 y en la Zona Rosa, como muchos otros que se dedicaban a ligar gringas, Eduardo Farra le decía a una muchacha texana que él se llamaba Eduardo Pemex. Claro, muy pronto, la jovencita cortejada preguntaba.
—Oye, ¿y tú que tienes que ver con esas gasolineras Pemex?
—Es el negocio de mi familia —le contestaba Eduardo, Su Fálica Excelencia (según le decían).
Ahora que un funcionario público lo mismo puede ser político que hombre de negocios no extraña tanto que tengan una preparación semejante, por lo general en Estados Unidos. No van a estudiar administración pública en París ni economía en la London School of Economics. No. Más bien van a tomar algunos cursillos de contabilidad o de “administración de empresas”, como hizo Juan Camilo Pemex en una modesta universidad de Orlando, Florida. Estudian cómo hacer un cheque.
Es algo que viene sucediendo desde los años del presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928) o desde los tiempos en que Manuel Gómez Morín (fundador del PAN) se entrena en Nueva York como agente financiero del gobierno mexicano y se prepara para la instauración del Banco de México en 1925. A uno de sus directores, a Rodrigo Gómez, regiomontano, también le encantaba la escuela norteamericana. Los gringos, caray, decía, son la pura perinola.
A partir de entonces se establece implícitamente que México habría de integrarse en muchas instancias a Estados Unidos, y no sólo en la esfera económica. De hecho, desde el punto de vista militar y energético, México es —en la estrategia geopolítica estadounidense y en cuestiones de “seguridad nacional”— parte de la Unión Americana.
Pues, bien el personaje de nuestro epígrafe, Robert Lansing, anduvo en los corredores del poder en los años 20. Fue secretario de Estado del presidente Wilson y juntos manejaron la diplomacia en tiempos de la primera guerra mundial. Era un hombre educado y de buena fe, más que de mediana formación intelectual, muy dado a la reflexión política y a la especulación histórica. Sabía de qué hablaba y hablaba con la natural prepotencia del imperio:
“México es un país extraordinariamante fácil de dominar. Basta con controlar a un solo hombre: el Presidente de la República. Tenemos que abandonar la idea de poner en la Presidencia mexicana a un ciudadano estadounidense, ya que se llevaría otra vez a la guerra. México necesitará administradores competentes. Con el tiempo esos jóvenes llegarán a ocupar cargos importantes y eventualmente se
apoderarán de la Presidencia. Sin necesidad de que Estados Unidos gaste un centavo o dispara un tiro, harán lo que nosotros queramos.” No ignoraba que había que cultivar al gringo que todo mexicano lleva adentro.
Se sabe que en Inglaterra o en Bélgica las universidades confeccionas cursillos especiales y breves para los muchachos ricos del Tercer Mundo, hijos de los políticos que gobiernan en África, Asia, los países árabes o los de América Latina. No es mala inversión entenderse con un presidente que estudió en Cambridge. Se facilitan las cosas. Se comparte la misma mentalidad, la misma escala de valores. ¿Qué tal si un egresado de University College resulta de pronto ministro del petróleo en Kuwait o en Nigeria?
Las universidades norteamericanas cuentan entre las mejores del mundo, Cornell, Columbia, Stanford, Princeton… En ellas se forma el ejército más importante de los Estados Unidos: los jóvenes competitivos y estupendamente preparados. Son universidades serias: le dan un lugar preeminente a la ciencia y a la investigación. No son como muchas de nuestra múltiples y pequeñas universidades privadas —vendedoras de títulos— en las que es imposible estudiar astronomía, matemáticas, física, biología, neurofisiología, ciencias químicas y no sólo “de la comunicación”.
Viene, pues, todo esto al caso por la propensión que tiene el mexicano de sobrevalorar todo lo extranjero y menospreciar todo lo propio. El extranjero siempre es mejor. En cuanto tiene éxito una empresa mexicana (bancos, tequila, miel de abeja para pankakes, nopales, hoteles), lo primero que hacen sus dueños es venderla al extranjero. El día menos pensado hasta las taquerías serán manejadas por transacionales. Y quienes trabajan aquí para esas empresas suelen ser más leales a sus compañías que a su propio país. ¿Qué lealtad podría esperarse de ellos si se asocian a la Texaco o a la British Petroleum?
El joven empresario (heredero generalmente de una fortuna no siempre bien habida) o el empresario mexicano se desliza de modo natural y embelesado en el sentido común de la cultura norteamericana. En la universidad se aprende a leer y a escribir, pero sobre todo a pensar. Y entre los 22 y los 28 años, el muchacho de hace hombre pensando en inglés. Lo mismo sucede con los locutores, no sólo con los empresarios, que nunca como ahora se han asumido como los guías espirituales de la nación.
De ahí que no se trate de ningún traidor a la patria sino de alguien cuya visión del mundo —su ética, su racionalidad, su lógica, su sintaxis, su sentido común— ha sido moldeada en la matriz ideológica de la universidad estadounidense.
viernes, 25 de abril de 2008
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